Las cifras de la producción vitivinícola en España sorprenden a propios y extraños. En un año natural se embotellan alrededor de cuatro mil millones de litros, y todos estos vinos pueden clasificarse en tres grupos: varietales, monovarietales y plurivarietales, siendo estos últimos los de mayor pegada comercial.
En concreto, el blanco y el tinto plurivarietal se caracterizan por conjugar distintas variedades de uva, como pueden ser la merlot, la mencia, la tempranillo o la garnacha, sin que ninguna alcance el ochenta por ciento del total del producto. Este cóctel, lejos de realizarse sin orden ni concierto, pone a prueba la habilidad de los enólogos, ya que la proporción y el timing son cruciales para lograr un plurivarietal de calidad.
Por el contrario, los monovarietales son tintos y blancos que se elaboran a partir de una única uva, sin la intervención de otras, ni siquiera en pequeñas cantidades. Para estos caldos suelen utilizarse variedades como la albariño, la cabernet sauvignon o la chardonnay. Aunque su cultivo y producción puedan parecer simples, el viticultor asume un riesgo elevado, ya que todo el protagonismo del vino recaerá sobre una cepa en particular: si su cosecha no es satisfactoria, el vino resultante tampoco lo será.
Dentro de los monovarietales reconocemos una tercera categoría: los varietales. Los vinos así catalogados son más permisivos en elaboración, pudiendo ser fruto de distintas variedades, a condición de una de ellas alcance el ochenta por ciento del total. Por ejemplo, si la concentración de la cepa dominante fuera del setenta por ciento, se comercializaría como un plurivarietal.
También denominados multivarietales, este tipo de vino espolea la creatividad de los enólogos, al permitirles combinar un sinnúmero de variedades de uva. Un caso extremo es el de Châteauneuf du Pape, resultado de combinar trece uvas diferentes. En otras palabras, cada botella contiene rastros de cinsaut, counoise, garnacha, syrah, mourvèdre, muscardin o vaccarèse, entre otras. Otro ‘Frankenstein’ del sector, en el buen sentido, es el oporto, todo un clásico de la vitivinicultura que nace de la mezcla de tinta cāo, la touriga, la tinta roriz y la tinta borroca.